8 de junio de 2018

BAR EL SOL,

Hace unos días mientras caminaba por Maipú hacia la parada del 278 frente a la estación, llegando a Vergara intentaba recordar cuantos años pasaron desde que cerró definitivamente el BAR EL SOL.
Cuando llegue a casa comencé a buscar en internet a ver que encontraba, surgiendo este relato, que no tengo duda que es mucho más bonito e interesante que cualquier cosa que salga del teclado de mi notebook.
Seguramente en otro momento retomare el tema, buscando y publicando lo que surja, de lo que fue uno de los símbolos de la Ciudad de Banfield que funciono hasta el 2008.

El Sol de Banfield
Nicolás Fratarelli
Publicado en El Banfileño Julio 2013
El aroma del café negro se mezcla con la punzante fragancia que expele la ginebra. El pocillo de porcelana montado sobre un platito que apenas juega de acompañante segundón,  invita a una partida de tute cabrero al vasito transparente que estría al alcohol.
El sonido acompaña. Las bolas de billar se golpean entre sí. Se acarician, se saludan, límpidas se reconocen por un instante y se acomodan para que ese taco de lapacho,  lustrado, suave,  algo desvencijado, atiborrado de huellas superpuestas, les vuelva a pegar y a llamarlas Marta.
El paño verde del único mueble nivelado del bar se prolonga en las voces asimétricas que rebotan en las bandas. La felpa se extiende en la barra del estaño, en las disquisiciones de las carambolas, en el sonido poético de los dados que no logran completar la generala porque los cuatro ases se resisten en aparecer todos juntos y a la vez, el paño se explaya en las discusiones políticas que arrancan con un comentario del clima ni bien entra aquel pintor de mameluco blanco que a modo de saludo expresa entusiasmado “qué hermosa mañana tenemos hoy” para luego completar la sentencia: “es un día peronista”.
El humo del cigarrillo se mezcla con aquel hálito perfumado del café, mientras Crítica - luego Crónica- para unos La Razón para otros y La Prensa para pocos, se desdoblan sobre la mesa a la espera de una lectura que busca argumentos para defender posturas preexistentes.
El  Bar El Sol era el bar de Banfield. La antigua tienda y mercería nacida con ese nombre a finales del siglo XIX se había convertido primero en un bar suburbano, para transformarse con el tiempo, en un hito de la ciudad incipiente.
En sus paredes tronaba cada tren que puntualmente surcaba las hiedras que crecían entre los durmientes, allí sus parroquianos apretujaban sus ojos para mirar por las ventanas al eterno Febo que asomaba lejano detrás de los pastizales de la calle Arenales. Las sillas descoladas, las esterillas vencidas, las mesas emparejadas con servilletas de papel fueron testigos de devaneos morosos, de insomnios asistemáticos, de palabras que se cruzaban en el aire, que chocaban con rezongos, enojos, y murmullos; el bar era testigo de las respiraciones roncas, sus mesas escuchaban, refrendaban y  ocultaban en las hendiduras que dejan los resquicios  de la cola del carpintero, secretos y penas de amor. El Sol era un confesionario sin celosía que vivía al ritmo ferroviario. Su atmósfera obligaba a la amistad, a calentar los corazones de aquellos que llegaban en pleno invierno con las manos en los bolsillos, la barbilla entumecida y la postura digna del que no quiere aparecer como un flojo.
El Sol era bar de esquina, lugar de encuentro. Allí el susurro encontraba consejos melancólicos, manos en el hombro. Quizá alguna lágrima caída imposible de reprimir aún continúe escondida sobre algún zócalo perdido. En El Sol se catalogaban las confidencias de los hombres sensibles. Sólo de hombres. Porque El Sol era como el ágora del ciudadano griego, donde no entraban mujeres y niños, donde no ingresaba el espacio doméstico. Era un bar con todas las letras, o mejor, con las tres letras que conforman la palabra  y que tanto significado tiene para cualquier habitante de esta ciudad que conoce bares de “sabiondos y suicidas”. El Sol no era una confitería. Nada que ver con La Guillermina, que del otro lado de la estación, con sus glorietas y  espacios verdes admitía novias y mujeres como parte de su discurso. No. En  El Sol, ellas se hacían presentes como elegía, como esperanza, como sujeto de deseo. Estaban presentes en su ausencia.
El bar El Sol era un muestreo de la ciudad, como esa gota que es el agua, como esa espiga que es la tierra.  El Sol no era la ciudad, hacía ciudad. La variable de cambio, no era el café, sino la palabra. El Sol tejía urdimbres de soledades, intercambiaba pareceres, creaba un lenguaje único, un sánscrito banfileño que reunía a los tanos, gallegos, judíos y turcos que por allí aparecían, y esparcía ese menjunje por el aire, por encima de todos y lo hacía bajar de a poco como una neblina  para que se  incorpore en cada hablante, en cada argumento, en cada habitante del lugar hasta hacerse uno.
Desde el norte del sur hasta el sur más sur era uno de los pocos lugares que estaba abierto día y noche. Las letras amarillas que se acomodaban sobre las hendijas del cartel del fondo de paño negro conformando las palabras que indicaban el menú que ofrecían los especiales de jamón y queso, vivían desacomodadas. Su mensaje se transformaba en anagramas creados por los jóvenes que se acodaban en las mesas, aburridos por las madrugadas, luego de  salidas poco exitosas a pesar de sus esmerados galanteos y de su cuello perfumado.
Encrucijadas
Hoy la esquina muestra en su ochava un sol en bajo relieve, un sol con la cara golpeada. Con su nariz  rota parece mirar  a las mesas que ya desaparecieron. Mira, mira y ve.
Ve a Osvaldo Ardizzone. Fuma. Con el final del cigarrillo próximo a apagar prende uno nuevo. El humo lo envuelve, lo envuelve, vuelve. Lee algo, escribe cosas en un papelucho.  El cenicero se repleta de arrugas, de ojeras  de ceniciento talento, de dones de buen tipo. Allí está charlando a de fútbol, de libros, de la vida.  Los ojos de El Sol ven como el  mozo se guarda ese cenicero para su colección de objetos preciados como si fuese un Cáliz consagrado de cenizas.
Desde la esquina el sol, que hoy es sólo una cara, ve la visita de los hermanos Navarra, los ve haciendo fantasías sobre la mesa de billar, ve a esos pibes que aún no tenían dieciochos años apiñados en las ventanas,  esperando cumplirlos para entrar y tener cerca a estos maestros para estudiarles su posición, la flexión de sus rodillas, el arqueo de sus cinturas, sus  jugadas de ensueños.
Ve llegar, el sol, este sol que añora, ve llegar a Valentín Suárez, ve que entra saluda y se sienta en una de las mesas, y que en menos que canta un gallo, uno, dos, tres, un  séquito que se le acerca dispuesto a escuchar sus historias. Ve llegar a Florencio Sola bien vestido. Lo ve bajar de su voituré descapotable, ve como saca de sus bolsillos caramelos para dárselos a los niños que andan por la vereda, ve como estira el brazo y ofrece  la llave de su máquina  a quien se anime a probarla.  Ve a Lencho, manejando su negocio de juego, contando cómo salvó su vida a pesar de los tiros que recibió en la redada fundamentalista de la timba clandestina que dejó sin vida a su padre. 
Allí ellos, allí todos. Allí la polémica. Allí los cambios gobiernos, las democracias débiles y los militares al acecho, allí la ciudad que llegaba, allí los cambios de hábitos que dejaron atrás a los años cuarenta, cincuenta, sesenta y más, allí la disolución del aura que lo hacía bar con nombre propio. Allí el comienzo del ocaso.  Allí una cortina que se baja. Allí el 2008. Allí el fin. Allí, ahora un comercio más, un  sol ñato, amarillito descolorido que antes, entero y altivo marcaba presencia en Maipú y Vergara,  porque veía una esquina,  y ahora  sólo ve una  intersección  de dos calles, apuradas con sus buenas y con sus malas.
Imagen: 
Pintura realizada por Fernando Izaguirre y Juan Simón Paz Figueira. 
Detalle de un cuadro exhibido en la estación de Banfield. 
Foto. N.F.
LIBRO DE VISITAS.