Hace unos días
mientras caminaba por Maipú hacia la parada del 278 frente a la estación,
llegando a Vergara intentaba recordar cuantos años pasaron desde que cerró
definitivamente el BAR EL SOL.
Cuando llegue a casa comencé a buscar
en internet a ver que encontraba, surgiendo este relato, que no tengo duda que
es mucho más bonito e interesante que cualquier cosa que salga del teclado de
mi notebook.
Seguramente en otro momento retomare el
tema, buscando y publicando lo que surja, de lo que fue uno de los símbolos de
la Ciudad de Banfield que funciono hasta el 2008.
El Sol de Banfield
Nicolás Fratarelli
Publicado en El Banfileño
Julio 2013
El aroma del café negro se mezcla con la punzante
fragancia que expele la ginebra. El pocillo de porcelana montado sobre un
platito que apenas juega de acompañante segundón, invita a una partida de
tute cabrero al vasito transparente que estría al alcohol.
El sonido acompaña. Las bolas de billar se golpean
entre sí. Se acarician, se saludan, límpidas se reconocen por un instante y se
acomodan para que ese taco de lapacho, lustrado, suave, algo
desvencijado, atiborrado de huellas superpuestas, les vuelva a pegar y a
llamarlas Marta.
El paño verde del único mueble nivelado del bar se
prolonga en las voces asimétricas que rebotan en las bandas. La felpa se
extiende en la barra del estaño, en las disquisiciones de las carambolas, en el
sonido poético de los dados que no logran completar la generala porque los
cuatro ases se resisten en aparecer todos juntos y a la vez, el paño se explaya
en las discusiones políticas que arrancan con un comentario del clima ni bien
entra aquel pintor de mameluco blanco que a modo de saludo expresa entusiasmado
“qué hermosa mañana tenemos hoy” para luego completar la sentencia: “es un día
peronista”.
El humo del cigarrillo se mezcla con aquel hálito
perfumado del café, mientras Crítica - luego Crónica- para unos La Razón para
otros y La Prensa para pocos, se desdoblan sobre la mesa a la espera de una
lectura que busca argumentos para defender posturas preexistentes.
El Bar El Sol era el bar de Banfield. La
antigua tienda y mercería nacida con ese nombre a finales del siglo XIX se
había convertido primero en un bar suburbano, para transformarse con el tiempo,
en un hito de la ciudad incipiente.
En sus paredes tronaba cada tren que puntualmente
surcaba las hiedras que crecían entre los durmientes, allí sus parroquianos
apretujaban sus ojos para mirar por las ventanas al eterno Febo que asomaba
lejano detrás de los pastizales de la calle Arenales. Las sillas descoladas,
las esterillas vencidas, las mesas emparejadas con servilletas de papel fueron
testigos de devaneos morosos, de insomnios asistemáticos, de palabras que se
cruzaban en el aire, que chocaban con rezongos, enojos, y murmullos; el bar era
testigo de las respiraciones roncas, sus mesas escuchaban, refrendaban y
ocultaban en las hendiduras que dejan los resquicios de la cola del
carpintero, secretos y penas de amor. El Sol era un confesionario sin celosía
que vivía al ritmo ferroviario. Su atmósfera obligaba a la amistad, a calentar
los corazones de aquellos que llegaban en pleno invierno con las manos en los
bolsillos, la barbilla entumecida y la postura digna del que no quiere aparecer
como un flojo.
El Sol era bar de esquina, lugar de encuentro. Allí
el susurro encontraba consejos melancólicos, manos en el hombro. Quizá alguna
lágrima caída imposible de reprimir aún continúe escondida sobre algún zócalo
perdido. En El Sol se catalogaban las confidencias de los hombres sensibles.
Sólo de hombres. Porque El Sol era como el ágora del ciudadano griego, donde no
entraban mujeres y niños, donde no ingresaba el espacio doméstico. Era un bar con
todas las letras, o mejor, con las tres letras que conforman la palabra y
que tanto significado tiene para cualquier habitante de esta ciudad que conoce
bares de “sabiondos y suicidas”. El Sol no era una confitería. Nada que ver con
La Guillermina, que del otro lado de la estación, con sus glorietas y
espacios verdes admitía novias y mujeres como parte de su discurso. No. En
El Sol, ellas se hacían presentes como elegía, como esperanza, como
sujeto de deseo. Estaban presentes en su ausencia.
El bar El Sol era un muestreo de la ciudad, como
esa gota que es el agua, como esa espiga que es la tierra. El Sol no era
la ciudad, hacía ciudad. La variable de cambio, no era el café, sino la
palabra. El Sol tejía urdimbres de soledades, intercambiaba pareceres, creaba
un lenguaje único, un sánscrito banfileño que reunía a los tanos, gallegos,
judíos y turcos que por allí aparecían, y esparcía ese menjunje por el aire,
por encima de todos y lo hacía bajar de a poco como una neblina para que
se incorpore en cada hablante, en cada argumento, en cada habitante del
lugar hasta hacerse uno.
Desde el norte del sur hasta el sur más sur era uno
de los pocos lugares que estaba abierto día y noche. Las letras amarillas que
se acomodaban sobre las hendijas del cartel del fondo de paño negro conformando
las palabras que indicaban el menú que ofrecían los especiales de jamón y
queso, vivían desacomodadas. Su mensaje se transformaba en anagramas creados
por los jóvenes que se acodaban en las mesas, aburridos por las madrugadas,
luego de salidas poco exitosas a pesar de sus esmerados galanteos y de su
cuello perfumado.
Encrucijadas
Hoy la esquina muestra en su ochava un sol en bajo
relieve, un sol con la cara golpeada. Con su nariz rota parece mirar
a las mesas que ya desaparecieron. Mira, mira y ve.
Ve a Osvaldo Ardizzone. Fuma. Con el final del
cigarrillo próximo a apagar prende uno nuevo. El humo lo envuelve, lo envuelve,
vuelve. Lee algo, escribe cosas en un papelucho. El cenicero se repleta
de arrugas, de ojeras de ceniciento talento, de dones de buen tipo. Allí
está charlando a de fútbol, de libros, de la vida. Los ojos de El Sol ven
como el mozo se guarda ese cenicero para su colección de objetos
preciados como si fuese un Cáliz consagrado de cenizas.
Desde la esquina el sol, que hoy es sólo una cara,
ve la visita de los hermanos Navarra, los ve haciendo fantasías sobre la mesa
de billar, ve a esos pibes que aún no tenían dieciochos años apiñados en las
ventanas, esperando cumplirlos para entrar y tener cerca a estos maestros
para estudiarles su posición, la flexión de sus rodillas, el arqueo de sus
cinturas, sus jugadas de ensueños.
Ve llegar, el sol, este sol que añora, ve llegar a
Valentín Suárez, ve que entra saluda y se sienta en una de las mesas, y que en
menos que canta un gallo, uno, dos, tres, un séquito que se le acerca
dispuesto a escuchar sus historias. Ve llegar a Florencio Sola bien vestido. Lo
ve bajar de su voituré descapotable, ve como saca de sus bolsillos caramelos
para dárselos a los niños que andan por la vereda, ve como estira el brazo y
ofrece la llave de su máquina a quien se anime a probarla. Ve
a Lencho, manejando su negocio de juego, contando cómo salvó su vida a pesar de
los tiros que recibió en la redada fundamentalista de la timba clandestina que
dejó sin vida a su padre.
Allí ellos, allí todos. Allí la polémica. Allí los
cambios gobiernos, las democracias débiles y los militares al acecho, allí la
ciudad que llegaba, allí los cambios de hábitos que dejaron atrás a los años
cuarenta, cincuenta, sesenta y más, allí la disolución del aura que lo hacía
bar con nombre propio. Allí el comienzo del ocaso. Allí una cortina que
se baja. Allí el 2008. Allí el fin. Allí, ahora un comercio más, un sol
ñato, amarillito descolorido que antes, entero y altivo marcaba presencia en
Maipú y Vergara, porque veía una esquina, y ahora sólo ve una
intersección de dos calles, apuradas con sus buenas y con sus malas.
Imagen:
Pintura realizada por Fernando Izaguirre y Juan Simón Paz
Figueira.
Detalle de un cuadro exhibido en la estación de Banfield.
Detalle de un cuadro exhibido en la estación de Banfield.
Foto. N.F.
LIBRO DE VISITAS.